Crónica del Madrid de la checas
Espada es uno de esos progres razonables rechazados por los suyos por ser insuficientemente sectarios y a los que la derecha vergonzante acoge con un halago que raramente utiliza para quienes han sido suyos de toda la vida. No se trata del nada parecido al hijos pródigo que vuelve a casa –en cuyo caso lo entenderíamos- Espada sigue fustigando a la derecha que le acoge. Espada escribe de vez en cuando en El Mundo, el último que me he encontrado es una reseña sobre el libro de un periodista en el Madrid rojo.
Se trata de ¡Última hora, guerra en España!, de Edward Knoblaugh, corresponsal en la España roja durante la guerra civil, de la que tuvo que huir por el acoso de los censores: le llegaron a disparar al domicilio. Un aviso que tuvo en cuenta.
Veamos como achica espacios espada:
No era un hombre del régimen republicano. Incluso admito que es intolerable la equidistancia moral que traza entre leales y rebeldes y que es muy probable que deseara la derrota de la República
La visión que da de aquel Madrid es dura. Sea describiendo la catadura de los aviadores mercenarios de la República o el asesinato de aquel ingeniero sordo, cuyo despertador confundieron con una radio clandestina; sea frente a las calaveras de la iglesia del Carmen (aquella en especial del niñito de cinco o seis años que los milicianos aseguraban que era el feto crecidito de una monja embarazada y asesinada por un cura) o en los tratos peligrosamente picarescos con la censura en el edificio agujereado de la Telefónica.
El libro tiene muchos momentos crueles y difíciles y Knoblaugh se equivoca a veces: tal vez su error más espectacular sea dar crédito a la versión franquista de la destrucción de Guernica. Pero el pacto de veracidad que propone supera casi siempre las inquietudes del lector. Aunque el lector, como es mi caso, parta de la convicción de que aquélla fue una extraña guerra que ganaron los malos y de que el libro describa algunas de las tremendas inmoralidades de los buenos. Y también algunas de las razones de su derrota. Entre ellas, la ignorancia, la cobardía o el mito de la revolución.
¿Intolerable equidistancia moral? ¿Visión dura? ¿Momentos crueles y difíciles? ¿Guerra que ganaron los malos? No son pocas las prevenciones de Espada. Sin embargo, afirma que el autor las supera. Lo dice de una forma un tanto cursi: “el pacto de veracidad que propone supera casi siempre las inquietudes del lector”. ¡Que ridícula preciosidad! En todo caso, veamos como trata a la historiografía progresista sectaria:
La solución que Preston da en ese libro al caso del traductor de Dos Passos, José Robles (le endosa la acusación de quintacolumnista a partir de deducciones temblorosas y de un pirotécnico comentario final que incluye en nota a pie de página el reconocimiento de la imposibilidad de corroborarlo (sic: pasa con las bengalas) es impropia de un historiador, incluso profesional. Pero, si viene aquí Preston es por su actitud ante Knoblaugh. No sólo porque desprecia temerariamente su libro en la reconstrucción de aquel Madrid (utilizarlo habría dado vuelo y hondura a su festival de balas y sexo), sino, en especial, por las peregrinas opiniones que mantiene respecto a la capacidad profesional de Knoblaugh.
Téngase en cuenta que a Preston nos lo presentan como a un historiógrafo “de centro”. No es de los estalinistas, sino de los que insisten en la existencia de una “tercera vía” en la II República, la de los “Reformistas” (republicanos “moderados”) situados entre los Revolucionarios y los Reaccionarios. Una vía que apenas tuvo importancia y que se alió con los primeros contra los segundos, sistemáticamente. Es decir, unos “compañeros de viaje” de la revolución.
En resumen, si un progre cursi como Espada aprueba el libro, creo que podemos concluir que nos retrata el Madrid de la checas con objetividad.
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